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Las Bodegas de Toesca

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Apenas habían pasado dos días desde el incendio en el barrio Meiggs, los guardianes, todavía sin recuperarnos del todo de esa ardua labor, nos encontrábamos en el Cuartel; algunos tomando desayuno y otros descansando. Aún se respiraba la fatiga en el aire, cuando los tonos de Incendio resonaron una vez más.

 

Sin pensarlo, los corazones se aceleraron y bajamos con rapidez a la sala de máquinas. No hacía falta escuchar el despacho completo para saber que, muy probablemente, nos tocaría salir a nosotros, como suele suceder. Pero esta vez, la sorpresa fue grande: la única pieza de material mayor en servicio era la máquina de comandancia BR-0, mejor conocida como “Pata Pata”. Recuerdo a alguien, con los ojos aún somnolientos, murmurando: “No hay ninguna chance de que nos despachen”.

 

Relajados, volvimos a tomar desayuno, seguros de que nos quedaríamos en el cuartel. Sin embargo, una llamada nos puso nuevamente en acción: debíamos subir la piscina y las mangueras rígidas de succión (“chorizos”) al techo del Pata Pata porque íbamos a ser despachados. Lo que parecía imposible se volvía una realidad. En tiempo récord, amarramos todo al techo y, en cuestión de minutos, partimos hacia lo que, sin saberlo aún, se convertiría en el incendio más intenso que he enfrentado hasta el momento.

 

Al llegar al lugar del siniestro, nos dispusimos a establecer el puesto de abastecimiento y, a algunos, se nos asignó subir al techo de una estructura aledaña para atacar el fuego desde los costados. La estructura principal, un imponente edificio de hormigón armado de más de seis pisos, se encontraba inaccesible, siendo solo atacada desde las alturas por los carros porta escalas con sus pitones monitores.

 

Pasaron algunas horas, y mientras otras Compañías intentaban acceder a los pisos superiores del edificio con escaleras desplegadas en la fachada, nuestra Compañía recibió la titánica tarea de avanzar y ascender por dentro del edificio. Junto con Voluntarios y Oficiales de la Novena Compañía, armamos una línea con más de seis tiras. Fuimos un verdadero batallón de más de siete Voluntarios, adentrándonos en la estructura, dispuestos a enfrentar al enemigo implacable.


El calor dentro del edificio era indescriptible. Las gruesas paredes de hormigón parecían un horno que nos atrapaba en un calor asfixiante. La temperatura era tan alta que más de uno tuvo que salir rápidamente. A medida que subíamos a través de la caja de escala del edificio, el calor se volvía insoportable. Recuerdo tener que redirigir la manguera para enfriar el suelo donde estaba agachado, viendo cómo el agua se evaporaba al instante de tocar las superficies ardientes.

 

Fueron veinte minutos que parecieron muchas horas dentro de ese inmenso infierno de humo y llamas. Fuimos subiendo pisos hasta que la temperatura se volvió intolerable y no nos quedó más remedio que salir. Al retirarme, sacar la máscara y sentir la bocanada de aire frío en mi cara me hizo experimentar una mezcla indescriptible de alivio y euforia. No lo pensé mucho; me hidraté, recargué mi cilindro de aire y me preparé para volver a entrar, para nuevamente dar lo mejor de mi para extinguir el fuego.

 

Una y otra vez repetimos el proceso. Cada vez que salía, me decía a mí mismo que no volvería a entrar, pero apenas pasaban unos minutos, algo me impulsaba a regresar, a sumergirme nuevamente en esa lucha contra el fuego. Sentía la adrenalina y la satisfacción de saber que cada esfuerzo era significativo.

 

Con el paso de las horas, nuestra energía se iba apagando, consumida por el esfuerzo y la intensidad del fuego que, implacable, seguía mostrando su poder. Las llamas no daban tregua, ardiendo con una furia constante que parecía eterna. Al caer la noche, el cansancio se hizo evidente en nuestros rostros, pero también lo hizo la determinación. La tripulación inicial, exhausta pero llena de orgullo por lo logrado, se retiró para dar paso al relevo; un nuevo grupo de voluntarios llegaba con energía renovada, listos para seguir la batalla que nosotros habíamos comenzado horas antes.


Durante la madrugada, después de interminables horas de esfuerzo, cuando el cielo comenzaba a clarear, las llamas finalmente cedieron. Una sensación de alivio y triunfo nos envolvió al ver cómo el enemigo se rendía ante nuestra perseverancia. Aquel fuego que había desafiado nuestro ímpetu, por fin estaba bajo control.


Exhausto, empapado de sudor, hollín y ceniza, me tomé un momento para mirar lo que habíamos logrado. Me di cuenta de que, a pesar del cansancio extremo, no éramos los mismos que al comienzo de la jornada. Cada uno de nosotros había dejado algo en esas llamas y, a cambio, había ganado una lección invaluable sobre la resistencia y la voluntad de seguir adelante, incluso cuando el cuerpo pide rendirse.

 

Y aunque las brasas finalmente se apagaron y el sol despuntó en el horizonte, esa madrugada me dejó algo más que cenizas y humo en la memoria; me dejó un sentido de propósito renovado y una certeza: que no se trata solo de apagar incendios, sino de enfrentarse al desafío, sabiendo que la lucha es tan importante como el resultado. Aprendí que lo que nos une no es una idea grandiosa de heroísmo, sino la simple decisión de estar ahí, apoyar al resto y de volver a entrar, una y otra vez.

 

Juan Vicente Facundo Onetto Romero



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